Llegó la sangre al río.
Todos los ríos eran una sangre,
y por las carreteras
de soleado polvo
o de luna olivácea
corría en río sangre ya fangosa
y en las alcantarillas invisibles
el sangriento caudal era humillado
Por las heces de todos.
Entre las sangres todos siempre juntos,
juntos formaban una red de miedo.
También demacra el miedo al que asesina,
y el aterrado rostro palidece,
frente a la cal de la pared postrera,
Como el semblante de quien es tan puro
Que mata.
Encrespándose en viento el crimen sopla.
Lo sienten las espigas de los trigos,
lo barruntan los pájaros,
no deja respirar al transeúnte
ni al todavía oculto,
No hay pecho que no ahogue:
Blanco posible de posible bala.
Innúmeros, los muertos,
crujen triunfantes odios
de los aún, aún supervivientes.
A través de las llamas
se ven fulgir quimeras,
y hacia un mortal vacío
clamando van dolores tras dolores.
Convencidos, solemnes si son jueces
según terror con cara de justicia,
en baraúnda de misión y crimen
se arrojan muchos a la gran hoguera
que aviva con tal saña el mismo viento,
y arde por fin el viento bajo un humo
sin sentido quizá para las nubes.
¿Sin sentido? Jamás.
No es absurdo jamás horror tan grave.
Por entre los vaivenes de sucesos
abnegados, sublimes, tenebrosos,
feroces
la crisis vocifera su palabra
de mentira o verdad,
y su ruta va abriéndose la Historia,
allí mayor, hacia el futuro ignoto,
que aguardan la esperanza, la conciencia
de tantas, tantas vidas.