¿Cómo invocarte,
delicada Inglaterra?
Es evidente que no
debo ensayar
la pompa y el
estrépito de la oda,
ajena a tu pudor.
No hablaré de tus
mares, que son el Mar,
ni del imperio que te
impuso, isla íntima,
el desafío de los
otros.
Mencionaré en voz
baja unos símbolos:
Alicia, que fue un
sueño del Rey Rojo,
que fue un sueño de
Carroll, que soy un sueño,
el sabor del té y de
los dulces,
un laberinto en el
jardín,
un reloj de sol,
un hombre que extraña
(y que a nadie dice que extraña)
el Oriente y las
soledades glaciales
que Coleridge no vio
y que cifró en
palabras precisas,
el ruido de la
lluvia, que no cambia,
la nieve en la
mejilla,
la sombra de la
estatua de Samuel Johnson,
el eco de un laúd que
perdura
aunque ya nadie pueda
oírlo,
el cristal de un
espejo que ha reflejado
la mirada ciega de
Milton,
la constante vigilia
de una brújula,
el Libro de los
Mártires,
la crónica de oscuras
generaciones
en las últimas
páginas de una Biblia,
el polvo bajo el
mármol,
el sigilo del alba.
Aquí estamos los dos,
isla secreta.
Nadie nos oye.
Entre los dos
crepúsculos
compartiremos en
silencio cosas queridas.