GUZMAN1

martes, 11 de septiembre de 2018

"Una onza de vanidad deteriora un quintal de mérito."


El orgullo patrio siempre me ha parecido un refugio ridículo de los que reniegan de la individualidad. Ser español no otorga ningún mérito ni al país ni a la persona, al igual que los estereotipos no desmerecen a nadie por ser catalán, andaluz o murciano.

Cada día el discurso nacionalista catalán está más encendido, pero la cosa viene de lejos. No es nada nuevo oír decir que Cataluña siempre ha estado más avanzada que el resto de España y que el atraso que todavía existe en muchos ámbitos se arrastra por pertenecer a España.

El "procés" y la propaganda que lo sustenta no han hecho más que exacerbar el viejo discurso. Pese al rancio burguesismo de las argumentaciones, los "progresistas" de dentro y fuera de Cataluña las aceptan positivamente como sinónimo de democracia y libertad de expresión. Nadie cae en que las verdades del nacionalismo ni son tales ni identifican otra corriente de pensamiento que la propia de la derecha conservadora, que es la que gobierna Cataluña.

El nacionalismo repite y repite el mensaje patriótico y sin contenido social de los que se contentan mirándose el ombligo. A falta de autocrítica, los soberanistas inventan toda clase de razones para echar flores sobre Cataluña y sus gentes mientras llueven los denuestos sobre la despreciable España y sus imposiciones.

Torra y los suyos parecen olvidar que Hitler también supo encender el ánimo de sus conciudadanos apelando a los agravios históricos que, según él, siempre había sufrido el pueblo alemán.

A su vez, los nazis encandilaron a la gente convenciéndola de su superioridad sobre las demás naciones. Hasta el último pringao de Alemania estaba convencido de ser aventajado por razón de nacimiento, del mismo modo que cualquier tonto se cree mejor por el hecho de ser catalán.

Hoy, todos esos desfilarán en la Diada uniformados con ropa amarilla para demostrar su adhesión al oficialismo autonómico. Otros, liderados este año por Ciudadanos, tendrán que participar de forma separada, y serán por ello señalados como ultraderechistas aunque representan al partido político más votado en las últimas elecciones. No creo que la mayoría de los votantes sea de extrema derecha, lo que pasa es que están hasta las narices del mensaje nacionalista que se repite desde el Parlament, los Ayuntamientos, internet, la prensa, la radio y la televisión.

Según muchos, las familias procedentes de fuera de Cataluña debemos un favor a los catalanes de toda la vida por haber sido acogidos en esta generosa tierra. Por lo visto, ahora nos corresponde devolver el favor colaborando en romper todo vínculo con nuestras raíces y asimilándonos a la corriente nacionalista que representa nuestro futuro inexorable.

Los que emigraron desde toda España no fueron recibidos ni mejor ni peor que los que venían desde la Cataluña rural, que no sabemos si también deberían estar agradecidos, y a quién. En realidad, los que venían sin saber hablar catalán ni conocer las costumbres tampoco recibían un trato tan caluroso como se nos quiere hacer creer hoy. Hubo campañas del catalanismo en contra de la inmigración por estos motivos, que ahora reviven en cierto modo. Como eran antifranquistas, a los opositores a la inmigración se les justifica por parte del catalanismo, que simplemente no quiere hablar de esta parte de la historia.

Contrariamente a las consideraciones que se tienen con algunos de los inmigrantes que recibimos ahora, a los que llegaron en la época del desarrollo no les regalaron nada. Trabajadores y funcionarios se ganaron la vida sin ninguna facilidad, que tampoco daba la cosa para más. Los emprendedores tuvieron que competir con la oligarquía catalana, que los marginaba con desprecio.

Hoy, la tendencia de la mayoría de catalanes, independientemente de su origen, es la de sumarse a la corriente y asimilarse a la gran mayoría. Pero a veces esta actitud no es suficiente para ser considerados del todo iguales, por mucho que alguien se llame Jordi o Josep y hable catalán asiduamente. Por la calle no le dirán nada, pero si un López, Rodríguez o Carrasco quiere casarse con una catalana de las de ocho apellidos, puede que no haya mucho feeling entre los consuegros. A eso, que no es nuevo, lo llaman ahora fractura social porque cada día empeora sin que sepamos cómo va a acabar.

Hoy por hoy, nada que celebrar.