Con ánimos sencillos
varios chiquillos cierto día un dado
para jugar hicieron;
y las leyes del juego los chiquillos
por seguir a la letra,
del dado aquel en cada faz pusieron
el uno, el dos, el tres, el cuatro... etcétera.
De niños entre el bando
alguno de ellos calculó prudente
que, por los bordes subrepticiamente
la cara de su número limando,
siempre a la mesa en amoldarse esquiva
quedaría, rodando,
la cara de su número hacia arriba.
De esta manera a todos, el fullero
como era natural ganó el dinero,
hasta que al fin, de sus falaces modos
apercibidos todos,
dando de su pericia muestras claras,
limando y más limando
fueron también dejando
convexas de sus números las caras.
De este modo el ex-dado
por ángulos y bordes cepillado,
al impulso menor del aura sola
rodaba, ya se ve, como una bola.
Desde entonces el número de azares
se sucede a millares,
y la igualdad geométrica admirando
de equilibrio tan justo,
unas veces perdiendo, otras ganando,
se divierten los niños que es un gusto.
Con lengua atrabiliaria
a cada azar del inconstante dado
agotan su afición parlamentaria,
y sucede un discurso a otro discurso
sobre si el aire le sopló de un lado,
sobre si un pelo interrumpió su curso.
Y acaban las cuestiones,
su furor conteniendo en breves plazos,
los que son vencedores, a razones;
los que vencidos son, a sombrerazos:
y en caos importuno
alzándose hoy los que caerán mañana,
todos se pierden, y ninguno gana,
ganando todos, sin perder ninguno.
Y entretanto, sediento de emociones,
y ajeno, el pueblo espectador, del fraude,
aplaude tan continuas variaciones,
pues siempre el pueblo la comedia aplaude
si van y vienen sin cesar telones,
Desde el feliz momento
que la moral he oído de este cuento,
ignoro cómo hay gente
que idolatrar como a sus ojos pueda
la ley fundamental, que blandamente
adonde quiera que la impelen rueda.
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