GUZMAN1

lunes, 4 de octubre de 2021

"LA CASA DE UN GRANDE", DE DIEGO DE TORRES VILLARROEL.

Un rodrigón que siempre está en pelea

con la de pajes lamerona junta

un pobre mayordomo que se unta

y un contador maldito que lardea

una señora a quien el ocio asea

y otras que siempre están de blanco en punta

una dueña arrugada y cejijunta

que rellena de chismes la asamblea

un conjurador que riñe roba y miente

un cocinero de esta misma masa

gran chusma de libreas insolente

envidia mucha adulación sin tasa

y el gran señor que sirve solamente

de testigo del vicio de su casa.



Pedraz es uno de esos jueces cuyas instrucciones abren los telediarios. Titular del Juzgado Central de Instrucción número 5 de la Audiencia Nacional, ha investigado desde la conocida caja B del Partido Popular hasta la corrupción del clan Pujol, pasando por la detención de Mario Conde y su familia en 2016 o el caso del etarra De Juana Chaos, a quien rechazó procesar en 2005.

A los 26 años accede a su primera plaza, en Villacarrillo, Jaén, donde también ejerció Baltasar Garzón, uno de los amigos más reseñables de Pedraz y cuya relación ha sido resaltada en diversas ocasiones. En 1992, después de pasar por los juzgados de Almería y San Sebastián, fue nombrado jefe del área de formación del Consejo General del Poder Judicial en Madrid, un salto cualitativo. Desde 2008 y hasta el pasado marzo, fue decano de los juzgados de la Audiencia Nacional.

Pedraz mantuvo un matrimonio durante dos décadas con la periodista Paula Arenas, madre de sú unico hijo de 10 años. Una relación que terminó hace unos meses fue la que mantuvo con la abogada de prestigio Sylvia Córdoba.

Esther Doña, marquesa viuda de Griñón y el juez de la Audiencia Nacional Santiago Pedraz, comparten imágenes veraneando juntos y paseando por Madrid.

Esther Doña, por causa del coronavirus, en solo ocho meses, quedó viuda y huérfana de padre. Carlos Falcó, marqués de Griñón, falleció en marzo; José Doña, en noviembre.

Pedraz fue una amistad significativa para Carlos Falcó, además de un personaje asiduo a los eventos organizados en El Rincón, donde se había hospedado. A su muerte, se erigió como un apoyo importante para su viuda y, ahora, algo más.

En 2015, una desconocida Esther Doña apareció ante la opinión pública de la mano del marques de Griñón; dos años después se casaron en el palacio de El Rincón, en Aldea del Fresno, Madrid, para disgusto de los hijos del aristócrata, incómodos con un matrimonio cuya diferencia de edad era de 40 años.

Una boda con empaque en Toledo, el pasado 24 de julio, supuso el debut público de la pareja. Fue el enlace entre Jaime Tassara y Virginia Trujillo, la nieta de Lita Milán -también del torero Jaime Ostos- y de Ramfis Trujillo, hijo del dictador dominicano.

Rafael Leónidas Trujillo Molina fue un dictador que gobernó la República Dominicana desde 1930 hasta su asesinato en 1961. Ejerció la presidencia como generalísimo del ejército de 1930 a 1938 y de 1942 a 1952 y gobernó de forma indirecta de 1938 a 1942 y de 1952 a 1961, valiéndose de presidentes títeres.​

Sus 30 años de gobierno son conocidos como la Era de Trujillo, y considerados como una de las tiranías más sangrientas de América Latina. Su gobierno se caracterizó por el anticomunismo, la represión a toda oposición y el culto a la personalidad. Las libertades civiles fueron inexistentes y se cometieron constantes violaciones a los derechos humanos en el país,​ donde una muerte podía ser encubierta como un «accidente» y cualquier persona sindicada como desafecta podía ser encarcelada y torturada en una de las cárceles clandestinas destinadas a esa práctica.

Durante su régimen, todos los estamentos del estado funcionaron en consonancia a sus intereses y estableció un monopolio empresarial que le permitió acumular una gran fortuna personal.

Como producto surgido de la Guardia Nacional, creada por los estadounidenses durante la primera ocupación del país en 1916, Trujillo prestó especial atención a las Fuerzas Armadas. El personal militar recibió generosa paga y beneficios bajo su gobierno, el ejército se amplió numéricamente y se incrementaron los inventarios de equipos. Trujillo mantuvo el control del cuerpo de oficiales a través del miedo, el clientelismo y la frecuente «rotación de tareas».

El régimen de Trujillo se desarrolló en una época fértil para los regímenes dictatoriales en América Latina siendo contemporáneo con otros gobiernos similares dentro de la cuenca del Caribe, aunque lo curioso es la admiración de los socialistas por las dictaduras de América Latina  de todo signo y condición.

Como cuentan JOSÉ LUIS GUTIÉRREZ y AMANDO DE MIGUEL en el CAPÍTULO 12 de "LA AMBICIÓN DEL CESAR. Un retrato político y humano de Felipe González" (Ediciones Temas de hoy.S.A.- 1993):

         OMAR TORRIJOS: EL GRAN MENTOR

«Había llegado el General a Coclecito, aquella mañana sudorosa, en la que hasta los lagartos transpiraban. Desde el porche de la casa donde recibió a los Visitantes, la alfombra de palmeras y floresta se extendía al horizonte, pegada a las lomas y repechos.

Tumbado en la hamaca, el General miró a los extranjeros entre tímido y amistoso. "Caminaremos hacía el río", dijo. Encendió un habano, se caló el sombrero adornado con el laurel del generalato, ajustó la pistola al cinto y salió hacia el sendero. Casi una hora después llegarían al lugar donde el tímido caminito se ensanchaba en una herida ancha y rojiza, merced a las cadenas despiadadas de tractores y caterpillars. A un lado, el disco de la pequeña serrería levantaba aullidos a troncos nervudos, cortados en rebanadas alargadas y, abajo, el río, turbio y perezoso, se deslizaba al lado de la trocha por donde venía el General, mientras un indio lo surcaba lentamente a bordo de un cayuco cargado de banano. Pasó el General junto a la escuela, de donde salió un riachuelo de chiquillos, gritones y morenos, de negros ojos de insecto, que miraban con asombro al General y sus invitados. Cruzaron todos el maizal, se detuvieron un instante en una chocita de palo y cañabrava, y el General, tras desnudarse, se metió en el río, seguido de sus acompañantes y del enjambre de niños. Después del baño comieron en la escuela: tibias y humeantes vísceras vegetales de color blanco, que llamaban yuca, y cerdo frito. Poco después, ya de regreso, los visitantes se enterarían de que en aquel río, de vez en cuando, aparecían caimanes...»

El texto anterior no es un fragmento de un relato del realismo mágico latinoamericano. Es la narración puntual que escribe José Luis Gutiérrez (Cambio 16, 27 de Agosto 1978) de una excursión suya, en agosto de 1978, por la selva panameña en la provincia de Coclé, al norte del país, acompañando al General, que no era otro que el general Omar Torrijos, amigo personal de Felipe González, quien ejerció, como veremos, una poderosísima influencia sobre el líder socialista español.

A la hora de hablar de las influencias recibidas son diversas las fuentes de las que bebe González. Muchos han lamentado que su estancia en Lovaina (Bélgica), de 1965 a 1966, disfrutando de la citada beca del episcopado alemán, no produjera efectos más perdurables en el entonces joven Felipe, El ejemplo del ya histórico Paul Henry Spaak y otros pausados y sesudos socialistas belgas, sus futuros compañeros con el correr de los años, tampoco tuvo una mayor repercusión sobre él.

Sí la tuvo Olof Palme, de quien González aprende muchos de sus recursos retóricos de «comunicador», el hablar sencillo de los primeros momentos, el estilo tan distante a los parlamentos tecnocráticos de los políticos al uso.

Para comprender la reservada personalidad de González se podría pensar que bastaría situarlo en su tiempo y espacio reales. No es así en una tierra tan propicia al surrealismo. Por lo mismo que Valle-Inclán no se puede entender sin su aventura mejicana, al igual que tantos españoles de todos los tiempos que «hicieron las Américas», también nuestro biografiado ha sentido la necesidad de «atravesar el charco», como se conoce familiarmente en España al Atlántico. No estamos ante un gobernante al estilo europeo. González se asienta en una tradición caudillista y las raíces de ésta se hunden en la fraga hispanoamericana. González se siente o se sentía— especialmente cómodo disfrutando de su ascendiente sobre los dirigentes latinoamericanos. Alan García, el mandatario peruano, podría ser su discípulo, pero Omar Torrijos fue su mentor y maestro. Esta influencia no es conocida y aquí la vamos a revelar.

El joven González le escribía a su novia de entonces, Concha Romero, las entristecidas cartas ya reproducidas en parte, llenas de morriña y de una preocupación social vagamente cristiana: «Nena, qué decepción de Europa, qué inmensa soledad la de los inmigrantes. Están desamparados, oprimidos, explotados y, para colmo, odiados como seres inferiores, como raza maldita...» (Chamorro, 80:61). Trece años más tarde, Felipe González no parecía preocuparse tanto por los hambrientos niños indígenas de Coclecito que mendigaban las sobras de yuca y cerdo frito a los invitados del General, como de los «metecos» de la lluviosa Bruselas. Aparentemente, tampoco le desasosegaban las abismales diferencias que separaban a la Bélgica del bienestar, europea y civilizada, de un país subdesarrollado y tercermundista. Acaso su lejana y soleada Andalucía estaba mucho más cerca de las playas tropicales de Panamá, de la sensualidad radiante y las ganas de vivir de sus gentes, que de las tristes siluetas de los puntiagudos campanarios góticos de Brabante, empapados por la incesante lluvia que caía de sus grises y plomizos cielos.

Esta influencia fue muy intensa, aunque se mantuvo durante pocos años, hasta el fallecimiento de Torrijos, el 31 de julio de 1981, al caer su avioneta con seis personas. a bordo, en una zona selvática del centro del país. Según numerosos testimonios, entre ellos el de uno de los vicepresidentes de la Internacional Socialista, el dominicano Francisco Peña Gómez, el accidente que acabó con su vida fue, en realidad, un atentado (Diario 16, 5 de agosto 1981).

El texto recogido al principio del capítulo era una descripción exacta -caimanes incluidos- del episodio, montado ex profeso por Torrijos para los cuatro boquiabiertos periodistas españoles que observaban sus brazadas en un claro del río, mientras un soldado en uniforme, con el agua hasta la cintura, vigilaba atentamente con la metralleta montada la posible aparición de los saurios.

El general Torrijos repetiría en otras ocasiones el mismo lance de los improbables y —según algún miembro de la oposición panameña de entonces— inexistentes e inofensivos caimanes. Siempre, en cualquier caso, ante sorprendidas audiencias de informadores. No hacía el General otra cosa que distribuir una imagen selvática, aventurera y cinematográfica de sí mismo, utilizando un estereotipo ciertamente exitoso, adelantándose muchos años a la intuición de los responsables publicitarios de la multinacional R. J. Reynolds, que lo usarían para promocionar uno de sus productos, los cigarrillos Camel. Y aderezándola, además, con el componente político que encerraba aquella fotografía mítica, que dio la vuelta al mundo, de Mao Ze Dong nadando en las aguas del Yang-Tse, Un año antes, Torrijos había recorrido los mismos escenarios con otro periodista de Cambio 16, Antonio Caballero. En aquella ocasión el General también se lanzó al agua, pero esta vez completamente vestido.

Este tipo de operativos propagandístico-teatrales serían muy bien imitados por los socialistas del Gobierno de Felipe González. Recuérdese, por ejemplo, el referéndum de la OTAN. Una manifestación del «No», congregó en Madrid a cerca de un millón de personas. Televisión Española, a la sazón dirigida por el controvertido José María Calviño, apenas le prestó atención informativa. Se dedicó, en cambio, a dar cumplida y detalladísima crónica de un simulacro escenificado por el Gobierno, con figurantes (un grupo de jubilados, recogidos en autocar y trasladados a un cine), mientras los protagonistas, los ministros Maravall, Ordóñez y Solana, representaban el conocido guión «en interés de España».

Fue Omar Torrijos, uno de los hombres que más influencia ejerció sobre Felipe González, en unos años en los que el joven dirigente español - se conocieron en 1977, cuando Felipe tenía 35 años y permanecerían en contacto frecuente hasta la muerte de Torrijos en 1981 - absorbía como un secante conocimientos, experiencias o simples consejos, dada su escasa trayectoria política. Y Omar proporcionaba muchos. Sintonizaron perfectamente desde el primer momento, entablándose una estrecha relación de amistad personal entre ambos. Apenas después de haber hablado unas pocas ocasiones con Torrijos, Felipe González comentaría con José Luis Gutiérrez la vieja amistad que unía al General con un periodista español, Zoilo Martínez de la Vega, con el que llegó a mantener una relación muy estrecha iniciada durante los años en que el periodista fue delegado de la agencia ACAN-EFE para Centroamérica, con residencia en Panamá: «Omar es más amigo mío que de Zoilo...» Más allá del contenido «naif» del comentario, del espíritu infantilmente competitivo de sus palabras, estaba el perfecto entendimiento logrado entre dos personalidades muy similares como eran las de Felipe González y el general panameño.

Las largas horas de conversaciones confidenciales, distendidas y cómplices, que Gutiérrez mantuvo con el General en la media docena de veces en las que se encontraron, le dieron ocasión para conocer al literario personaje a fondo.

El hombre fuerte de Panamá era, en realidad, un genial embaucador político, sin apenas formación cultural, sin conocimientos de ciencia política («ni falta que me hacen», solía decir), pero de rara inteligencia, gran pragmatismo —aquí está el voquible—, desbordante imaginación, increíble energía vital y física y una excepcional intuición para conocer las flaquezas del adversario y percibir la importancia de la Prensa y el cultivo de la propia imagen en la acción política. Hasta el extremo de realizar montajes como el ya descrito de los caimanes de Coclé. Sus chistes, sus comentarios más o menos afortunados, sus hallazgos más ingeniosos, Torrijos los repetía constantemente sin el menor complejo y aparecían periódicamente en los textos de los escritores o periodistas que le visitaban, en la misma medida que ahora se reflejan los de González y Guerra. Felipe González, su fama de «comunicador», su subordinación a la imagen como cuasisupremo valor político, su pragmatismo, son en gran parte una consecuencia del aprendizaje del oficio en el que Omar profesaba de inimitable maestro. También Guerra participaba de la misma veneración. «Fascinaba hiciera lo que hiciera» (entrevista con Nativel Preciado, Tiempo, 17 de marzo 1986).

Omar Torrijos era alto, fuerte y robusto —aunque con ligera tendencia a la obesidad — mestizo, con las córneas de los ojos incendiadas, permanentemente inyectadas en sangre. El general panameño era un dictador militar, pero sin mucho parecido con los tradicionales espadones centro y sudamericanos. «Yo soy un dictador con corazón», solía definirse a sí mismo, con sonriente socarronería. El 11 de octubre de 1968 dio un golpe de Estado para derrocar al presidente Arnulfo Arias, legendario dirigente panameño, que había sufrido ya otros dos derrocamientos previos, también a manos de la Guardia Nacional, en 1948 y 1951. Omar acostumbraba a bromear con ello: «El golpe lo dimos el 11, como todos los golpes, porque el 10 es el día de paga de la Guardia, y si fracasa, por lo menos la nevera queda llena.»

En 1978 Arnulfo Arias regresó del exilio y le dedicó a Torrijos, ya en Panamá, esta descripción: «Es un drogadicto, un ladrón y un mujeriego». Lo de ladrón no consta, a no ser que se acepte la definición del Movimiento de Abogados Independientes que le consideraba como «un refinado desvalijador de las arcas públicas» (Cambio 16, 27 de agosto 1978). En alguna ocasión, y en presencia de periodistas, Torrijos había abierto un arcón que tenía en su casa lleno de fajos de billetes de dólares para entregarle determinada cantidad a algún visitante que reclamaba fondos gubernamentales para cualquier incidencia. Torrijos era, probablemente, el único jefe de gobierno del mundo que usaba sus casas particulares para desarrollar su labor política, pues carecía de oficina o despacho oficial.

Su supuesta condición de «drogadicto», era comidilla frecuente en amplios círculos panameños, que se hacían lenguas de su rumoreada afición a la cocaína. Uno de los «vídeos» de la ceremonia de la firma de los tratados del Canal con el entonces presidente de EE.UU. Jimmy Carter, recoge una fugaz secuencia en la que, según portavoces de la oposición panameña, el General, al pasar un vertiginoso pañuelo por la nariz, en realidad «esnifaba» una dosis de cocaína. En cambio, de su perfil de mujeriego (algo que en Panamá está despojado de connotaciones peyorativas) hay testimonios de diversos testigos que, muchas ocasiones, comprobaron con sus propios ojos las caricias del General a alguna de las numerosas jóvenes que siempre le rodeaban. La Constitución que elaboró Torrijos tras el golpe le reconocía en uno de sus artículos como «líder máximo de la revolución panameña», al tiempo que le otorgaba poderes omnímodos, desde el nombramiento de magistrados del Tribunal Supremo, nombrar y cesar al Gobierno, a la Comisión Legislativa —que elaboraba las leyes— y la acción de la administración Pública. En 1978 dejó todos los cargos y tan sólo permaneció como Jefe de la Guardia Nacional —cuyo jefe del G-2, el servicio de inteligencia, no era otro que el entonces coronel Noriega, después su controvertido sucesor y «hombre fuerte» del país, ya con el rango de general—aunque siguió detentando el poder, tras nombrar un presidente meramente ornamental, el joven Arístides Royo, antiguo comunista, educado universitariamente en España y casado con una asturiana. Royo, tras cesar como presidente, fue nombrado por Torrijos embajador en Madrid.

Resulta sorprendente comprobar las numerosas coincidencias entre aquel personaje extraordinario y genial que era el general panameño y Felipe González, muchas de ellas de una semejanza que en algunos casos se acercan al plagio. Fue la suya una influencia política —no rastreada, hasta ahora, por los biógrafos de González— no sólo en cuanto a las ideas se refiere, También a los procedimientos y estrategias para llevarlas a la práctica o en las tácticas de ataque y defensa ante el adversario. La forma de hacer política de González ha sido calificada en numerosas ocasiones como «bananera» —entre otros, por el presidente de la CEOE, José María Cuevas— por su comportamiento cercano a los estereotipos literarios del Señor Presidente del premio Nobel Miguel Angel Asturias del personaje central de El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez, también galardonado por la institución sueca con el Nobel de Literatura. González gusta de explicar obviedades con su conocida entonación pedagógica que, en ocasiones, provoca el disgusto de sus auditorios educados. En enero de 1989, en una de las famosas reuniones en La Moncloa con los dirigentes sindicales Redondo y Gutiérrez, el líder de Comisiones Obreras, en cierto momento de las negociaciones, señaló refiriéndose a una intervención de González: «Yo agradezco todo tipo de explicaciones, pero algunas son tan elementales que dices: bueno, pues es casi un insulto, ¿no?» El dirigente de CC.OO reaccionaba ante esa manía de González de descubrir mediterráneos, algo similar al episodio que protagoniza uno de los Buendía de Cien años de soledad de García Márquez, quien, tras largas cavilaciones y estudios, exclama entusiasmado: «¡La tierra es redonda como una naranja!» La influencia de Torrijos tuvo mucho que ver con todo ello.

El famoso pragmatismo de Felipe González no es más acentuado de lo que era el del dirigente panameño. «La política hay que medirla por sus resultados», es una vieja frase de Torrijos muy utilizada por Felipe González (Diario 16, 3 de marzo 1985).

Felipe usa, en ocasiones, anécdotas del General para reafirmarse en la subordinación de sus acciones políticas a la cuenta de resultados de la empresa de gobierno y hasta sus mismas definiciones. Como aquella, eje de la política económica del gobierno socialista: para repartir riqueza, primero hay que crearla, pronunciada por Torrijos en diversos momentos, uno de ellos, en agosto de 1978 (Cambio 16, 27 de agosto 1978) y repetida por González en infinidad de ocasiones, por ejemplo en su viaje a Uruguay, en marzo de 1985, en una rueda de Prensa. O esta otra, relatada por el propio González: «¿Usted sueña con entrar en la Historia?», le preguntaron en una ocasión al General. «No, yo sueño con entrar en el Canal.» La gran obsesión de Torrijos y su gran éxito internacional fue, como se sabe, lograr la firma de los tratados del Canal con Jimmy Carter, en octubre de 1977, por los que EE.UU. se comprometía, a cambio de seguridades estratégicas y de libre tránsito, a devolver, a finales de siglo, el histórico paso marítimo de Panamá. Torrijos siempre relataba su conversación con uno de sus colaboradores, un joven economista, marxista, que le reconocía el deficiente funcionamiento de una de las comunidades campesinas del interior, la de Coclecito precisamente, «¿Cambiamos el pueblo, entonces, muchacho?», diría el General. «No mi General, cambiemos la teoría.» «Veo que vas aprendiendo... El escritor Vargas Llosa rompe una lanza por esta característica común a Torrijos y González, la del sentido práctico y el pragmatismo. «Esto, para mí, es una buena carta de presentación de un político: los prácticos suelen causar menos estropicios en los países que los teóricos. Y si de algo daba Torrijos la impresión era de estar libre de cualquier esquematismo doctrinario, de tener una visión de la realidad social condicionada por orejeras ideológicas de cualquier índole.» (El País Semanal, 13 de septiembre 1981.) No hace falta recordar el itinerario de revisionismos ideológicos o de simple «desideologización» al que el PSOE se ha visto sometido a instancias de Felipe González, para advertir las coincidencias con esta descripción política que Vargas Llosa hace de Torrijos. En ambos se daba una nueva semejanza. La superficial formación política e ideológica de González tenía un equivalente en Torrijos, personaje prácticamente iletrado. Si la formación de ambos hubiera sido más densa, si el itinerario militante de González hubiera sido más intenso y dilatado de lo que fue, acaso ninguno de ellos hubiera podido desembarazarse con tanto desparpajo y soltura intelectuales de todas las «orejeras ideológicas», los «esquematismos doctrinarios» de los que habla Vargas Llosa. Hasta con sus hábitos personales, incluso con el atrezzo —por seguir con las metáforas teatrales— influyó Torrijos en el novicio Felipe. Este y sus primitivos trajes de pana tienen mucho que ver con los consejos de Torrijos, cuando utilizaba aquella demagogia descamisada de los atuendos «del pueblo». El entonces presidente de Colombia, López Michelsen, que acostumbraba a encargar sus trajes a un sastre londinense, definió a Torrijos como «folklórico» por su afición a ir con guayabera, sin corbata ni chaqueta. «Es que yo no soy inglés, qué coño, soy un gobernante panameño» Si Torrijos hacía un uso «nacionalista» otras de las ideas de los centuriones como Torrijos: recuérdese aquella definición de los socialistas españoles en el New York Times, «young nationalists», (jóvenes nacionalistas) — de su forma de vestir, deportivo-militar y desenfadada, Felipe utilizó la pana para trasladar a la opinión pública española un mensaje subliminal parecido.

Torrijos le aportó a González el dicho tropical que se ha convertido en toda una norma de vida para el dirigente socialista español, tan amigo de los aforismos: «Al que se aflige, lo aflojan, y al que se afloja, lo afligen.» La pugna de González con los sindicatos, en la que ni siquiera una huelga general histórica como la del 14-D le hizo ceder ante las demandas de las centrales, puede tener una cabal interpretación a la luz de este principio.

El general Torrijos, cuando se retiró de todos sus cargos en 1978, a excepción del mando supremo de la Guardia Nacional que conservó para sí y que le otorgaba todo el poder para seguir siendo el auténtico «hombre fuerte» de Panamá, confesaba a José Luis Gutiérrez en 1978: «Yo lo único que quiero es tener mi avión, mi helicóptero y mi casa.» Su avión, un aparato canadiense con el que acabaría estrellándose, era uno de los tres que Torrijos utilizaba para desplazarse en el interior del país. Los otros, dos helicópteros regalo de Nelson Rockefeller. Con ellos volaba de una a otra de sus tres casas: un chalet en la Avenida 50 de la ciudad de Panamá; una gran casa al borde del mar Pacífico, en Farallón, a apenas media hora de helicóptero desde la capital, y la ya mencionada de Coclecito, en un asentamiento indígena en medio de la selva. A este remoto refugio trasladó Torrijos a numerosos invitados que tenían que ver con los medios de comunicación: diversos periodistas o escritores como Vargas Llosa o el anciano Graham Greene, que escribiría una enamorada semblanza sobre Torrijos, Getting to know the general (Para conocer al General).

Felipe González se hospedaba en cualquiera de las casas de Torrijos cuando iba a Panamá. En el porche de la residencia de Farallón, al borde del mar, vigilada por las sombras amenazadoras de los «machos cabríos», una unidad de élite de la Guardia Nacional, contemplando a la luz de las estrellas las aletas de los tiburones que surcaban las aguas, el General, acompañado de alguno de sus colaboradores políticos o ministros, reclinado en una hermosa hamaca nicaragüense con su nombre bordado sobre los colores azul, blanco y rojo de la bandera panameña, departía durante horas con Felipe y el resto de los invitados, mientras bebía ininterrumpidamente copas de un vino excepcional: un Cháteau Laffite, de las bodegas del barón de Rothschild. En ocasiones, el General y sus invitados consumían durante una larga madrugada una caja de botellas del preciado bordeaux. La calidad del caldo garantizaba la ausencia de resacas a la mañana siguiente, en las que el General acostumbraba a madrugar. También compartía con Felipe los célebres cigarros habanos Cohíba —marca que coincide con el nombre de una isla panameña— que recibía de Fidel Castro, con unas bellas vitolas doradas, con la bandera panameña y la inscripción «general Omar Torrijos». La famosa «Bodeguilla» instalada en el palacio de La Moncloa funciona salvando las distancias—, a la hora de convocar y seleccionar a los invitados, con un espíritu similar al que reinaba en las tertulias del porche de la casa de Torrijos en Farallón.

También al igual que el General, el uso de helicópteros y aviones —los famosos Mystere— por parte de Felipe González es constante y no sólo para los actos oficiales. Entre otros destinos, los Puma de La Moncloa trasladan a Felipe González a su «Coclecito andaluz», el parque de Doñana. Tras uno de sus viajes a Doñana, González hizo uno de sus famosos comentarios, asegurando que «comprendía» las dificultades de transporte de «los ciudadanos» en los días de ida y regreso de las vacaciones.

Javier Pradera, que fuera editorialista del diario El País (hasta que dejó de serlo al firmar junto a un grupo de intelectuales un documento de apoyo a la OTAN en el referéndum y presentó su dimisión al director del diario madrileño) acostumbra a defender a Felipe González, al que le une una amistad personal, esgrimiendo una tesis emanada del propio líder socialista, que la utiliza frecuentemente: La permanencia en el poder te convierte en una persona de información y experiencia privilegiadas. Aparte de lo peligroso que resulte utilizar un argumento que podría también servir para legitimar cualquier régimen unipersonal o absolutista —¿quién mejor entonces que Stroessner o el propio Franco, con décadas de permanencia en el poder?— el planteamiento también pertenece al acervo político que el General inculcó a nuestro hombre.

«En el poder se aprende. Yo en ocho años he vivido doscientos...», aseguraba Torrijos en 1977 tras firmar el Tratado del Canal. (Cambio 16, 9 de octubre 1977). O esa maldad que tan frecuentemente se escucha de labios del dirigente socialista español: «Me preocupa no contar con una oposición seria. La oposición española es un desastre» González mata dos pájaros de un tiro: ofrece una imagen de «responsabilidad como hombre de Estado» y denosta y descalifica a sus adversarios políticos. Y, de paso, da por supuesta la voluntad soberana de los españoles, que son los que, con su voto, han de decidir quiénes asumen las responsabilidades de Gobierno. Oigamos lo que decía “Torrijos en 1978 de su rival histórico Arnulfo Arias: «Creo que está fuera de contexto y a mí me preocupa un poco porque desearía que existiera una fuerza de oposición más seria, más responsable.» Coinciden, como vemos, hasta en la utilización de las mismas palabras y marrullerías.

Las grandes concepciones del Estado torrijista son, asimismo, detectables en Felipe González. Vargas Llosa, cuando visitó al General en 1981, poco antes de su muerte, descubrió los perfiles excepcionales del personaje, pero también su interpretación autoritaria y caudillista del poder, su condición de hombre providencialista que se sabe destinado a cumplir una misión histórica.

«A los pocos segundos de estar con él —escribe el autor de La ciudad y los perros — comprendí que, pese a su inmensa vitalidad y a su desbordante simpatía, no era el tipo de personalidad que aprecio más entre los políticos. No era, en todo caso, el género de líder que me gustaría para mi país. No había duda: pertenecía al tipo de conductor carismático, hombre providencial, caudillo epónimo, fuerza de la naturaleza, héroe ciclónico que está por encima de todo y de todos—hombres, leyes, instituciones— y que, dado el caso, se lleva lo que se le pone por delante para cumplir lo que considera su misión histórica.»

Del sentido mesiánico de Felipe González, de su perfil providencialista se habla en otros capítulos de este libro, pero las palabras de Vargas Llosa referidas al General no dejan de resultarnos cercanas y familiares si hacemos el ejercicio de sustituir el nombre de Torrijos por el de González. El líder socialista recuerda las palabras de Torrijos para desacreditar a «los políticos de cortos vuelos», pendientes de «las próximas elecciones», frente a los estadistas, que trabajan «para las próximas generaciones» (Márquez Reviriego, 82:109). Es ésa una de las características de los políticos democráticos, su condición de gobernantes perecederos y hasta efímeros, que intentan resolver los problemas cercanos y cotidianos de la gente. De ahí al «Necesito veinte años para hacer el cambio» de González no hay más que un paso. Hasta el hallazgo del nombre de «Felipe», a secas —asunto del que se habla en otro lugar de este libro—, es un trasunto hispano de «Omar», nombre con el que se conocía en Panamá a Torrijos, junto con el de «el General».

Las relaciones de Torrijos con los comunistas panameños se parecen como gotas de agua al diseño estratégico de González respecto al Partido Comunista de España. El socialista español desearía un Partido Comunista satelizado y domesticado, que le sirviera de recipiente en el que se recogiera el voto de los más desfavorecidos y también como vivero de altos cargos, dada la tradicional buena preparación técnica y política y la disciplina de los dirigentes del PCE, Al tiempo, las demandas de ese Partido Comunista domesticado se canalizarían mediante acuerdos ocultos con un PSOE hegemónico. En los períodos electorales se escenificaría un supuesto enfrentamiento que en la realidad no sería tal.

Torrijos había adoptado muchos años antes con respecto a los comunistas una estrategia similar. Varios de sus ministros habían sido miembros del Partido, como Arístides Royo, que llegó a ser Presidente de la República, y el Partido del Pueblo —comunista, prosoviético y bresneviano— disponía de generosa financiación otorgada por el Gobierno panameño de Torrijos. Oigamos lo que decía entonces su Secretario General, Rubén Darío Sousa:

"No vamos ahora a caer en la situación anterior a 1968. Durante setenta y tres años en el poder, en la Asamblea panameña no hubo nunca un obrero ni un campesino. Todos los escaños políticos eran para la oligarquía, para los dueños de las tierras y de las fábricas, Cuando perseguían y encarcelaban a nuestros dirigentes. Panamá es un país rodeado de gobiernos reaccionarios, algunos de ellos con libertades formales, con máscara democrática que es lo que piden ahora los arnulfistas. Sin embargo, ahora, con Torrijos, es cuando por primera vez en la historia de Panamá el pueblo ha tenido oportunidad de expresarse políticamente" (Cambio 16, 27 de agosto, 1978).

Eran unas elecciones para la Asamblea, con representantes procedentes de los corregimientos o ayuntamientos muy similares a las elecciones para el tercio familiar de las Cortes franquistas, aunque en Panamá había otros partidos en liza. La Asamblea, que se reunía una vez al año, tenía como única misión importante la de elegir al «presidente de la República, cargos irrelevantes y meramente ornamentales para un régimen en el que el Poder absoluto lo detentaba el Jefe de la Guardia Nacional|, el general Omar Torrijos.

Torrijos era también un maestro en el uso de la la llamada "diplomacia secreta", que tenfa antecedentes recientes como el que protagonizó el presidente de los EEUU en su histórica visita a la China de Mao Ze Dong, en febrero de 1972. Esta visita significó el comienzo de una era de excelentes relaciones Políticas, diplomáticas y comerciales entre ambos países.

Torrijos tenía varios asesores, sin cargo alguno en el Gobierno, a los que enviaba en misiones secretas a conspirar en favor de los sandinistas, entonces enzarzados en la lucha guerrillera contra Somoza. En una ocasión, uno de estos enviados de Torrijos viajó en la avioneta del General a Costa Rica, en un vuelo nocturno y secreto, para traer a Panamá a dos personajes muy especiales, con una exclusiva finalidad: que se entrevistaran con dos periodistas españoles, Francisco Basterra del diario El País y José Luis Gutiérrez de Cambio 16. La entrevista se celebró en una habitación del hotel Panamá, tras apagar las luces de la estancia y correr las cortinas y con una enorme pistola sobre la mesa. Los viajeros no eran otros que los entonces dirigentes de la guerrilla sandinista Edén Pastora y Humberto Ortega. Pastora, el legendario «Comandante Cero» había sido el jefe de una audaz operación guerrillcra; la toma por las armas del Parlamento nicaragúense con los parlamentarios en su interior convertidos en rehenes, operativo que sirvió de inspiración al teniente coronel Tejero para ocupar el Parlamento español el 23 de febrero de 1981. Humberto Ortega, hermano del presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, es hoy el responsable de las Fuerzas Armadas de su país.

También Felipe González ha utilizado en diversas ocasiones la «diplomacia secreta» de Torrijos. El que fuera su «secretario para todo» Julio Feo hizo viajes internacionales de este tipo con misiones muy específicas relacionadas con la lucha antiterrorista. Lo de «secretario para todo» no es un capricho de los autores, Feo, al ser nombrado, le preguntó al Presidente: ¿cuál va a ser mi trabajo? La respuesta de González fue igual de escueta y clara: «Hacerme la vida fácil.» Desde los viajes secretos citados, a filtrar las llamadas de ministros o compañeros del Partido, hasta espantar informadores o forcejear con los fotógrafos de Prensa en los viajes presidenciales, Julio Feo hizo de todo, tras haber adquirido una valiosa experiencia en un cargo similar, pero más humilde, en la Presidencia del Gobierno autónomo murciano, al frente del cual estaba un peculiar personaje, Andrés Hernández Ros, que hubo de dimitir por el intento de soborno a dos periodistas murcianos.

El caso más espectacular de «diplomacia secreta» fue el envío del empresario Enrique Sarasola, amigo personal de González, a entrevistarse en secreto con el Papa, del que se da cuenta más detallada en otro lugar de este libro.

La utilización de los medios de comunicación por Torrijos, sus campañas de imagen y propaganda, era uno de los aspectos de la personalidad política de Torrijos que más admiración suscitaban en Felipe González. Y, sobre todo, su abrumadora y arrolladora personalidad, que, unida a las destrezas antes señaladas, había logrado que un país minúsculo como Panamá, con apenas dos millones de habitantes y una extensión territorial siete veces menor que la de España, estuviera presente con gran frecuencia en los medios de comunicación de todo el mundo. Y no porque en la ciudad de Panamá, en un reducido grupo de calles, más de cien bancos de todo el mundo se apiñen en lo que se consideraba un paraíso del capitalismo internacional, en contraste con la imagen «socialista» e «izquierdista» de Torrijos.

En cierta ocasión, José Luis Gutiérrez interrogó al General acerca de una curiosa noticia aparecida por aquellos días de 1979 en la prensa: ¿A qué se debía esa extraña invitación a Patty Hearst para que pasara su luna de miel en las playas panameñas tras contraer matrimonio con su guardaespaldas? «Chico, porque está en los periódicos de todo el mundo (...) entre ellos, los ciento y pico que tiene su padre», fue la reveladora respuesta del General.

Patty Hearst, hija de multimillonario, era nieta de William Randolph Hearst, el magnate de la prensa amarilla que sirvió de modelo a Orson Welles para perfilar el retrato cinematográfico de Charles Foster Kane, principal personaje de su obra maestra Ciudadano Kane. La Hearst, tras ser secuestrada por un autodenominado Ejército Simbiótico de Liberación y ser adoctrinada y convertida en un miembro más de la banda, fue detenida, juzgada y condenada a siete años de prisión. Tras conseguir la libertad, mediante el indulto del presidente Carter, contrajo matrimonio con el policía que la había escoltado y protegido.

No fue la única ocasión en la que Torrijos utilizó la paradisíaca isla de Contadora —donde se reunió el famoso grupo para estudiar una propuesta de paz para Centroamérica, y que paseó el nombre de la isla por todo el mundo— para sus extrañas invitaciones. La isla era el lugar de recreo frecuente del entonces embajador español Rafael Jordana, hijo del teniente general Gómez Jordana, que fuera ministro de Exteriores del primer Gobierno de Franco durante la guerra. A las bellezas paisajísticas de Contadora dedicó encendidos versos el embajador Jordana, acaso para consolarse de los desprecios a los que era sometido por Torrijos, que estuvo años sin recibirle.

Una de las operaciones más sonadas, por lo insólita, fue el asilo político concedido al Sha de Persia por Torrijos ante el escandalizado asombro de toda la progresía internacional. En aquel escenario soleado, el destronado Reza Palhevi llegó a sentir disimulados celos por las elocuentes miradas que el general panameño le dedicaba a su atractiva esposa.

También entra en escena Adolfo Suárez, con quien Torrijos mantenía una estrecha amistad personal. El 24 de febrero, poco después de ser liberado por los hombres de Tejero que habían secuestrado al Gobierno y al Parlamento en el interior del Congreso de los Diputados, Suárez recibió una llamada de Torrijos interesándose por su estado invitándole a la paradisíaca Contadora a descansar y reponerse. «Espera que te paso a Arístides, que está aquí a mi lado, para que te invite oficialmente», le dijo un Torrijos burlón preocupado por guardar las formas. Poco después, Suárez volaba hacia Panamá, acompañado del desaparecido centrista vasco Jesús Viana, el diplomático Alberto Aza y sus respectivas esposas.

El aroma «movimientista» que se le atribuye al PSOE de González, a imagen del PRI mejicano, tiene muchos de sus antecedentes en el torrijismo, encarnado en el Partido Democrático Democrático, PRD, definido por Royo como "policlasista".

"Eso de centro derecha o centro izquierda son refinamientos que se dan en Europa, pero aquí no funcionan. Será un partido nacionalista que concilie la empresa privada con la participación estatal. Tendrá una línea ideológica muy pragmática, que permita en sus filas a un marxista y a otro que no lo es" (Cambio 16, 27 de agosto 1978).

Esta descripción coincide con algunas de Felipe González y ya había sido llevada a la práctica por Torrijos muchos años antes. Tras financiar al Partido Comunista panameño, de conocida inclinación stalinista, integró en su gobierno a antiguos comunistas o personas próximas a su ideología, como Arístides Royo, Ahumada o Rómulo Escobar.

28-O, aquella frase, lanzada sobre una suculenta paella en la casa de Valencia en Madrid: «Vamos a instaurar el PRI en España. Vamos a estar veinte años en el poder.» Digamos, pues, que las coincidencias e identidades aura los dos personajes y los respectivos movimientos políticos representados son numerosas, generadas por el efecto e instinto emulador del joven y admirado Felipe González ante la personalidad mercurial y exbuberante de Torrijos, por su sagacidad, su astucia y sus eficacísimas artimañas. Hay, sin embargo, un aspecto en el que ambos eran diametralmente diferentes: el «terror» de Torrrijos a hablar en público —se le trababa la lengua y olvidaba las palabras, en contraste con la maestra y la delectación con que lo hace Felipe González, orador habilísimo y mitinero fino."