Cruzo un desierto y su secreta
desolación sin nombre.
El corazón
tiene la sequedad de la piedra
y los estallidos nocturnos
de su materia o de su nada.
Hay una luz remota, sin embargo,
y sé que no estoy solo;
aunque después de tanto y tanto no haya
ni un solo pensamiento
capaz contra la muerte,
no estoy solo.
Toco esta mano al fin que comparte mi vida
y en ella me confirmo
y tiento cuanto amo,
lo levanto hacia el cielo
y aunque sea ceniza lo proclamo: ceniza.
Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora,
cuanto se me ha tendido a modo de esperanza.
Septiembre de 2001. Unos yihadistas atacan Nueva York y matan a miles de civiles derribando tres torres de oficinas. En respuesta, Estados Unidos lanza ataques aéreos contra Afganistán y acaba con el régimen talibán que da cobijo a los terroristas.
Ahora Estados Unidos ha acabado con el cabecilla de Al Quaeda tras estar meses lanzando ataques aéreos en apoyo del régimen talibán agredido por los terroristas. Combaten juntos contra esa milicia yihadista del así llamado ISIS-K, abreviatura de Estado Islámico de Jorasán, una milicia aparentemente vinculada, al menos ideológicamente, al Daesh de Irak y Siria.
En otras palabras, para luchar contra los yihadistas, Estados Unidos se sirve de los talibanes, la misma milicia ultraislamista que encierra a las mujeres en cárceles de tela azul y las lapida a la mínima. Lo que ha cambiado en estos 20 años es la estrategia: antes se combatía a los yihadistas financiando los gastos militares de regímenes dictatoriales no religiosos (Túnez, Marruecos, Egipto, Siria, Irak... Todos expertos en encarcelar a islamistas). Ahora se combate a los yihadistas apoyando a otros yihadistas.
El cambio de táctica llegó con el estallido de la llamada Primavera Árabe en 2011. Hasta ese momento, la lucha planteada —o así lo pintaba la propaganda estadounidense— era entre la civilización occidental y un frente islámico que practicaba un ideario que tiene poco de islámico y estaba del lado de los demócratas que se manifestaban en la plaza Tahrir contra los dictadores. No eran exactamente los yihadistas, pero sí eran quienes predicaban aquellas leyes y difundían los tratados teológicos que fundamentaban el ideario de la yihad, como salafistas, Hermanos Musulmanes y otros devotos del Corán y de las mujeres decentemente tapadas.
Ocurrió en cuestión de semanas. Frente a una muchedumbre popular que por su simple masa es capaz de echar a dictadores de forma casi espontánea, sin haberse planteado aún qué vendría después, se colocan de repente señores con la barba bien recortada que llevaban años preparándose para ese después. El salafista Rached Ghannouchi regresa del exilio de Londres para ganar las elecciones en Túnez; en Egipto es Mohamed Morsi, igualmente cercano a los Hermanos Musulmanes, un movimiento que no comparte estrategia ni métodos con los yihadistas, pero sí objetivo: una teocracia.
En Siria y Libia no hay manera de llegar al poder mediante elecciones; allí es el turno de Al Qaeda. Tras meses de guerra civil contra Muamar Gadafi, una brigada rebelde toma Trípoli, con apoyo aéreo de la OTAN. Al mando está Abdelhakim Belhadj, antiguo combatiente muyahidín en Afganistán, miembro de Al Qaeda, asistente cercano de Osama bin Laden y del mulá Omar, el jefe de los talibanes. O eso cree la CIA, que en 2003 le pidió a la policía de Malasia que lo detuviera, lo hizo internar en una prisión secreta en el aeropuerto de Bangkok y finalmente lo entregó, todo ello sin juicio, a Gadafi. Este lo encarceló, pero lo acabó amnistiando en 2010, poco antes de la rebelión. Menos de un año y medio más tarde, Belhadj era comandante militar de Trípoli con el beneplácito de la OTAN y Washington. El mismo escenario se prepara para Siria. Antes de terminar el año, los antiguos yihadistas libios envían ya hermanos bien armados y entrenados al frente de guerra de Yebel Zawiya. Empieza el goteo, luego arroyo, riachuelo y pronto torrente de yihadistas extranjeros a Siria. Los primeros son libios nacidos y criados en Irlanda. Luego se apunta media Inglaterra, Francia, Bélgica y el Magreb, todos jurando lealtad a la bandera negra de Al Qaeda para combatir a Asad. Pero en Europa, aquello sigue contando como revolución democrática popular. La imperdonable ceguera de la izquierda europea de considerar adalides de la democracia a una pandilla de mercenarios salafistas solo porque combaten a un cruel dictador se ve superada, desde luego, por la ceguera, aún más imperdonable, de otros sectores de la izquierda que jalean y enaltecen a ese cruel dictador como adalid de las libertades, solo porque Estados Unidos lo ha designado enemigo y por lo tanto convertido —abracadabra— en antiimperialista. Si las libertades se deben defender masacrando y bombardeando a un pueblo cansado de décadas de dictadura, habrá que apoyarlo. La democracia de los derechos y libertades es solo para los europeos.
Al Qaeda se disoció de lo que se fue llamando Estado Islámico (Daesh en árabe) y finalmente se cambió el nombre varias veces, desde Frente Nusra hasta Tahrir Sham, en un esfuerzo de blanquearse todo lo posible, confundiéndose entre una miríada de siglas cambiantes de milicias alzadas contra Asad y pronto aliadas con Turquía, miembro de la OTAN. Estados Unidos gastó millones en forjar una fuerza sólida con estos yihadistas para enviarlas a combatir contra el Estado Islámico. Fracasó estrepitosamente. En la primera batalla, la mayor parte se pasaba con armas y bagajes al enemigo. Eran los mismos.
Mientras tanto, a otra escala, se repetía la misma escenografía en Europa, donde iban floreciendo las redes que reclutaban a los yihadistas para enviarlos, casi siempre a través de Turquía, a Siria, donde se convertían en combustible barato. Si se toma como base la población nominalmente musulmana —la que podría tener, acorde a la teoría del choque de civilizaciones, un interés natural de combatir bajo la bandera negra para instaurar el califato mundial— no son los países islámicos donde prende la chispa de la yihad, sino Europa. Incluso en números absolutos, Bélgica, Reino Unido y Francia juntos exportan a más yihadistas que Egipto, Argelia y Turquía juntos, estiman algunos. Que vayan a quemarse, parece durante unos años la consigna. Total, así no molestan.
Lo de los retornados que iban a cometer atentados en suelo europeo nunca fue más allá de una gran, una enorme mentira para asustar a la ciudadanía y justificar una política ilegal de rechazo a los refugiados, reemplazando el menos elegante discurso xenófobo contra la inmigración.
Ahí, Europa se despierta con una tupida red de mezquitas financiada por Arabia Saudí, Qatar, Kuwait, Emiratos y un amplio abanico de muy acaudaladas organizaciones vinculadas con alguna de estas petromonarquías en permanente competición. Mezquitas inauguradas por reyes, presidentes y ministros europeos, desde Juan Carlos de España a Balduino de Bélgica. Como ha demostrado el estudioso francés Olivier Roy, los veinteañeros de barrio, pequeños delincuentes tornados en musulmanes renacidos que acaban convertidos en asesinos 'ad maiorem gloriam Dei', no son directamente discípulos de los imanes de esas mezquitas. Allí no se exhorta a la violencia. No. Solo se predica un modo de vida, unas normas teocráticas, unas escrituras teológicas y una segregación —de sexos, de creyentes frente a impuros— que proveen el marco imprescindible para el fanatismo, el fundamento necesario para creerse algo mejor que el resto de la sociedad. Esa red espontánea de yihadistas que se enganchan a la fe —una fe que sí se predica en las mezquitas salafistas y que no tiene nada que ver con la religión de sus padres, aquello que fue el islam hasta hace dos generaciones, el de los inmigrantes magrebíes—, un explosivo plantado que impide la convivencia en una sociedad laica abierta a la inmigración. Sobre todo se la impiden a las mujeres que creen suyas, de su comunidad. No hay que mezclarse con los impuros.
Respaldar a los imanes salafistas para que les disputen las almas a los yihadistas es exactamente lo mismo que armar a Al Qaeda para acabar con el Daesh o respaldar a los talibanes para acabar con ISIS-K. Es la receta para convertir también la población musulmana de Europa en tierra quemada.
El Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM), la franquicia con la que opera Al Qaeda en el Sahel, se está consolidando en la región y extendiendo su área de influencia desde Malí, donde comenzó a operar, hacia Burkina Faso y Níger pero también hacia el sur con la vista puesta en los países bañados por el golfo de Guinea, advierten los expertos.
El Indice Global de Terrorismo 2022 identifica a JNIM como el grupo terrorista que «crece más rápido a nivel mundial», tras registrar el mayor crecimiento en el número de ataques y víctimas en 2021. Según este informe, dejó 351 muertos el año pasado, un 69 por ciento más, con Malí como el país más castigado seguido por Burkina Faso.
Esta franquicia de Al Qaeda se creó en 2017 de la unión de otros cuatro grupos —Ansar Dine, el Frente de Liberación de Macina, Al Murabitún y la rama en el Sáhara de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI)— y tiene a Iyad ag Ghali, un antiguo rebelde tuareg maliense reconvertido en yihadista, como su líder.
Su principal área de actuación es la zona fronteriza entre Malí, Burkina Faso y el oeste de Níger, pero JNIM ya ha dejado claro que tiene su vista puesta en avanzar hacia el sur hacia otros países de Africa Occidental.
El hecho de que tanto en Malí como en Burkina Faso haya gobiernos militares como resultado de sendos golpes de Estado podría resultar particularmente beneficioso para JNIM, sobre todo en el caso de Malí que puso fin al acuerdo de defensa con Francia. Como telón de fondo del malestar con Bamako está la decisión de las autoridades militares malienses de recurrir a mercenarios del grupo ruso Wagner para garantizar la seguridad de su país.
En el marco de su campaña antiterrorista, el Ejército no está tratando de mantener las localidades en las que lleva a cabo sus «redadas antiterroristas», seguramente «porque carece de la capacidad y los efectivos para ellos», lo cual permite a JNIM volver a reimponer su control una vez las fuerzas de seguridad se marchan, por lo que la filial de Al Qaeda «expandirá sus zonas de control en el centro de Malí y podría comenzar a atacar en áreas urbanas, expandiendo potencialmente la inestabilidad a otras partes del país», incluido un avance hacia la capital.
Asimismo, un mayor control territorial dará al grupo terrorista más libertad de movimientos y también le permitirá contar con un mayor apoyo logístico, lo que facilitaría que «siga desarrollando sus capacidades y perpetrando un mayor número de ataques complejos». JNIM ha llevado a cabo varios atentados con coche bomba en el último año.
Si algo ha sabido hacer JNIM es explotar el malestar de la población de las zonas en las que opera hacia sus gobiernos y también por las condiciones sociales y económicas, aprovechándolo para captar nuevos combatientes con los que engrosar sus filas, en particular aunque no exclusivamente entre los fulani o peul, una etnia tradicionalmente dedicada al pastoreo y el ganado.
«JNIM sirve de modelo de éxito a otras filiales de Al Qaeda en todo el mundo» y destaca que precisamente una de las claves de ese éxito es que se trata de una «organización liderada por sahelianos para sahelianos». El grupo mantiene su relación con AQMI, en la que tiene parcialmente origen, y con Al Qaeda Central, pero al mismo tiempo está asentado localmente y cuenta con una «estructura de gobierno en la sombra».
Por otra parte, la salida de Francia de Malí podría allanar el camino a la celebración de negociaciones con los yihadistas, dado que JNIM ya dijo en su momento que no cerraba la puerta al diálogo, pero lo condicionó a una salida de las tropas francesas, y ha llegado a acuerdos puntuales de paz en el pasado a nivel local con otros grupos armados o con las autoridades. «Estos acuerdos han sido normalmente resultado de asedios, conflictos u otro tipo de presión por parte de JNIM contra la otra parte» forzando a la otra parte a negociar para aliviar la presión y reducir así la violencia a cambio de consolidar su control sobre algunas zonas de Malí.
El JNIM, filial de al-Qaeda conformada por una agrupación de katibas menores y con un corte ideológico salafista-yihadista ha multiplicado sus ataques por cuatro desde su fundación. El JNIM tiene una especial influencia en el centro de Malí y la frontera con Níger y Burkina Faso, donde llega a controlar de forma permanente varios territorios que gobiernan sus katibas a modo de pequeños “califatos”, según comunican algunos expertos. Esto es posible por sus tácticas de integración con los locales y un apoyo significativo de la población de etnia fulani. La mayor fuente de financiación para el JNIM procede del tráfico de armas en la región. Las guerras en Libia, República Centroafricana, Sudán, Costa de Marfil, etc., han hecho que en la región cueste menos una AK-47 que un saco de maíz. En este asunto, Francia ha sido acusada por los gobiernos africanos de no haber sabido gestionar el flujo de armas que escapó de Libia tras la muerte de Gadafi, armas que ahora empuñan bandidos, ganaderos malienses asustados y, por supuesto, los yihadistas.
El gobierno maliense anunció esta semana que los yihadistas han asesinado al menos en los últimos tres meses, más de 400 civiles. En la última publicación de al-Naba´ (revista mensual emitida por el Estado Islámico), el ISIS alabó a sus luchadores en África y llamó a los musulmanes asiáticos a migrar al continente para unirse a los combates. Las siete filiales africanas del Estado Islámico han perpetrado este año casi la mitad de los ataques atribuidos a la organización terrorista, mientras los gobiernos africanos y occidentales alertan de un grave deterioro de la situación. En los últimos 15 años, más de 30.000 personas han fallecido en África subsahariana a causa de la violencia yihadista.
Mientras las actuaciones yihadistas se reducían en 2000 a Argelia y Somalia, el cáncer de la violencia religiosa afectaba para el año 2020 a Burkina Faso, Malí, Chad, Níger, Nigeria, Kenia, Uganda, República Democrática del Congo, Somalia, Egipto y Mozambique.
El problema es real, creciente y preocupante. Las incorrectas estrategias implementadas por gobiernos africanos (hace dos semanas que el ejército maliense envió un ataque con helicópteros a la región fronteriza con Burkina Faso... dos horas después de la batalla sucedida entre fuerzas terrestres), los motivos étnicos añadidos (la etnia fulani ha incrementado su participación en el yihadismo hasta niveles nunca vistos) y la falta de ayuda exterior (ni Chad, ni Nigeria, ni Mozambique, ni Burkina Faso reciben apenas ayuda militar extranjera) fomentan el desarrollo de actividades terroristas, encaminando la situación de estos Estados hacia puntos de difícil retorno. Y al escaso conocimiento que tiene la población de Occidente sobre esta materia se le añade el desconocimiento de los grupos yihadistas que operan aquí y la mínima cobertura mediática que ofrecen los medios europeos.
Actualmente existen siete filiales del Estado Islámico en África, siendo las más mortíferas el Estado Islámico de África Central (que opera en Mozambique y República Democrática del Congo) y el Estado Islámico del Gran Sáhara (Malí, Burkina Faso y Níger). Estos grupos penetraron en el continente tras la muerte del dictador libio Muamar el Gadafi en 2011, procedentes mayoritariamente de países del Magreb y de otras regiones inestables de Oriente Medio, aunque el estancamiento de la guerra de Siria (con la consiguiente migración de yihadistas hacia campos de combate más apetecibles) y la adhesión de combatientes africanos a sus filas han ampliado notablemente su campo de actuación.
La ideología salafista y fundamentalista de estos grupos y su extremo radicalismo vuelven sus métodos muy violentos. Mientras que los grupos yihadistas de corte islamista se “limitan” a tomar el control de los territorios y ofrecen a los locales aceptar la sharía o bien huir a zonas que no estén controladas por ellos, el ISIS obliga a los locales a quedarse y acatar la sharía. Fuentes sobre el terreno aseguran también que las ejecuciones de castigo que realiza ISIS en Malí pueden contar fácilmente con una docena de víctimas (el acusado y su familia), donde los grupos islamistas “solo” ejecutan al acusado de romper la sharía.
El Estado Islámico del Gran Sáhara se ha propuesto como próximo objetivo controlar la región fronteriza entre Malí y Níger, donde esperan crear una especie de “santuario yihadista” que permita a los terroristas esconderse de los grupos militares que operan contra ellos en la región.
Boko Haram, el grupo terrorista nigeriano juró lealtad al Estado Islámico en 2015, siendo considerado por los expertos como una filial más del ISIS en África, ha provocado un largo conflicto en el norte de Nigeria y que ha derivado en la muerte de más de 350.000 civiles hasta el año 2021. Se les culpa del secuestro de casi 2.000 niñas que posteriormente han sido utilizadas como esclavas sexuales, si no son forzadas a desposar a los mismos combatientes yihadistas. Su objetivo es la implementación de la sharía en Nigeria y la creación de un Estado Islámico en África Occidental. De hecho, existe otra rama del ISIS conocida como el Estado Islámico de la Provincia de África Occidental, que nació de una escisión de Boko Haram en 2016 y cuya letalidad es también muy elevada.
Al-Shabaab comete actos terroristas en Yemen, Kenia y Uganda, aunque su actuación se centra mayoritariamente en Somalia, donde controla amplios territorios fértiles ubicados al sur del país. Al igual que otros grupos yihadistas del continente, los miembros de Al-Shabaab ofrecen a los ganaderos vivir dentro de su territorio, siempre y cuando acepten las rígidas normas de la sharía. Los ganaderos se ven entonces ante tres posibilidades: huir de Al-Sahaab, aceptar sus normas y su opresión, o morir. Cada vez parece más sensato aceptar la segunda posibilidad, si la huida significa igualmente la muerte y la sed de la sequía.
El 25% del territorio somalí está conformado por desierto, mientras que la carne supone el segundo producto de mayor exportación en el país, solo por detrás del oro. Al-Shabaab no solo es culpable de provocar una enorme inestabilidad en el Cuerno de África, sino que también es una causa directa de la creciente hambruna que actualmente sufre Somalia. El último recuento estipula que al-Shabaab cuenta con casi 10.000 combatientes, cuyo objetivo principal radica en establecer un Estado Islámico en Somalia. Se reconoce su vinculación con al-Qaeda, lo que vuelve a Al-Shabaab un firme contrincante del Estado Islámico en África. Es así: algunos de los combates más violentos relacionados con el yihadismo en el continente africano (ya sea en el Sahel o en Somalia) vienen de los enfrentamientos entre diferentes grupos sin una ideología común. Y así lo quieren las superpotencias para que se controlen entre sí.