GUZMAN1

jueves, 3 de enero de 2019

LA MITAD DE LA MAYORÍA.



Este blog se llama "USTEDES Y YO" que incluye ambos géneros; otros habrían puesto "vosotras, vosotros y yo". Con perdón de lo políticamente correcto, me dirijo a mis iguales sin saber quienes son. Algunos comentarios me sobran, como el de Margaret Thatcher cuando dijo que "En cuanto se concede a la mujer la igualdad con el hombre, se vuelve superior a él". Por estas frasecitas hay mujeres que creen que la igualdad se les debe "conceder" en vez de reconocer, y hasta se convencen de su superioridad natural, como si fuera propia de un género o del otro.

Paradójicamente, desde la cuna se nos inculcan valores al mismo tiempo que prejuicios y malas enseñanzas, todo lo cual acaba retornando a las que más nos influencian en nuestra infancia.

En el diccionario castellano disparidad significa desemejanza, desigualdad y diferencia de unas cosas respecto de otras, como ocurre con la igualdad ante la Ley, que se define también como el trato igual a los iguales, y desigual cuando objetivamente nos encontramos ante diferentes circunstancias o categorías.

Lejos de la antigua reivindicación feminista y natural del principio de igualdad, se admite la "discriminación positiva", ese favoritismo fundado en prejuicios ideológicos que no protege a los que no son jóvenes ni mujeres ni discapacitados. Mala suerte para el que no entre en las categorías protegidas.

Los últimos gobiernos han aprovechado cada oportunidad para dar trato especial a todos los colectivos sociales que se presuponen víctimas de la desigualdad. Simplemente por ser mujer piden protección institucional también las que no sufren discriminación, sólo por la posibilidad de que puedan sufrirla.

Se ha llegado al extremo de considerar delito la conducta de un hombre sobre una mujer, mientras no tiene esa calificación la misma conducta cometida por una mujer contra un hombre o contra otra mujer. La Ley Orgánica 1/2004, de Protección Integral contra la Violencia de Género, define este concepto en su Artículo 1:
“Todo acto de violencia (…) que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia. (…)”.

Según las leyes de violencia de género, la consideración del hombre como opresor de la mujer se presupone, y las relaciones afectivas se tienen por una muestra más del poder del hombre sobre la mujer.

Con estas leyes se excluye la simple posibilidad de que un inocente sea condenado por una denuncia falsa, o de que delitos en que no interviene la superioridad física, como la violencia psicológica, sean sólo achacables al hombre sin que pueda ser castigada con igual pena la mujer que los comete.

Antes de las leyes segregadoras de la violencia de género los legisladores acuñaron el concepto de "violencia doméstica" para atender la especial circunstancia de los delitos cometidos al amparo de la inviolabilidad del domicilio. Era necesaria una técnica probatoria distinta para aquellos casos en que, sin testigos ni medios de prueba odinarios, se hacía evidente que el culpable sólo podía ser uno de los ocupantes de la vivienda de la víctima, normalmente su pareja. Sin embargo, a la hora de la verdad, jueces y fiscales persiguen obtener una condena con la mera denuncia de la presunta ofendida, que con estas leyes logra invertir la carga de la prueba y destruir la presunción de inocencia.

El hecho de que la violencia doméstica repercuta normalmente contra la mujer no significa que siempre sea así. Es un problema a nivel mundial que ya describe el poema que publiqué en su día, pero que no puede ocultar que también el hombre puede ser víctima de maltrato por una mujer, como ocurre en la tercera edad o cuando no tenga superioridad física. Y también existen madres maltratadoras de sus hijos pequeños, como existen padres y madres maltratados por sus hijos e hijas mayores.

No es que los hombres carezcan de empatía por las mujeres, sino que algunos de ellos como algunas de ellas no la sienten hacia el otro género. Ni hombre ni mujer puede pretender ser más que iguales ante la Ley, pero únicamente en los supuestos en que no exista diferencia objetiva entre ambos géneros. Creo más en la autonomía individual que en la lucha de géneros. 



Como es de suponer, romper el principio de igualdad instituye un trato de favor para unas personas al mismo tiempo que cierra el paso a las reclamaciones de otros. Por ser mujer no necesariamente se es víctima, ni por ser hombre se es necesariamente maltratador o parricida.

La realidad nos da ejemplo y enseñanza a diario de los errores del sistema, que no se corregirán por las administraciones, demasiado acostumbradas a culparse unas a otras de lo que no hacen o hacen mal. Y a no hacer nada, o peor, como esa idea de los funerales de Estado para mujeres asesinadas, cuyo número observan impasibles los "observatorios de violencia machista" para comparar estadísticas.

De los jueces y sus soluciones para atajar este tipo de delitos huelga todo comentario, porque saltan a la vista. Denuncia y orden de alejamiento (por supuesto, para el hombre) y si luego pasa algo, quién iba a saberlo. Igual que tampoco saben distinguir entre las denuncias falsas y las que están totalmente justificadas.

Ya es hora de que los funcionarios y legisladores se acuerden de que sin discriminar a nadie pueden contribuir a una ordenada convivencia mejor que con reformas improvisadas e inútiles en su finalidad protectora, que vulneran tanto el principio de igualdad como otros de rango constitucional.

Por mucho radicalismo que inspire nuevas leyes en esta materia, cuando a alguien se le mete en la cabeza matar a su pareja y después suicidarse o entregarse a la policía, no hay castigo legal que pueda evitarlo.