GUZMAN1

jueves, 28 de abril de 2022

"Romance de la luna", de Federico García Lorca.


La luna vino a la fragua

con su polisón de nardos.

El niño la mira mira.

El niño la está mirando.


En el aire conmovido

mueve la luna sus brazos

y enseña, lúbrica y pura,

sus senos de duro estaño.


Huye luna, luna, luna.

Si vinieran los gitanos,

harían con tu corazón

collares y anillos blancos.


Niño déjame que baile.

Cuando vengan los gitanos,

te encontrarán sobre el yunque

con los ojillos cerrados.


Huye luna, luna, luna,

que ya siento sus caballos.

Niño déjame, no pises,

mi blancor almidonado.


El jinete se acercaba

tocando el tambor del llano.

Dentro de la fragua el niño,

tiene los ojos cerrados.


Por el olivar venían,

bronce y sueño, los gitanos.

Las cabezas levantadas

y los ojos entornados.


¡Cómo canta la zumaya,

ay como canta en el árbol!

Por el cielo va la luna

con el niño de la mano.


Dentro de la fragua lloran,

dando gritos, los gitanos.

El aire la vela, vela.

El aire la está velando.


La historia de los borbones en nuestro país es turbulenta, con la inestabilidad como responsabilidad directa de la Corona.

Tras la muerte sin descendencia del último Austria, las dos grandes dinastías europeas utilizaron España como campo de batalla de una guerra internacional. La Guerra de Sucesión Española fue mucho más que una Guerra Civil, y desde luego no fue una guerra «entre España y Cataluña» como la que dibuja el relato histórico de parte del nacionalismo catalán. Pero sí es cierto que Felipe V, contra quien lucharon parte de los catalanes, fue un rey centralista que dictó los decretos de Nueva Planta que acabaron con las leyes propias de los reinos de Valencia, Aragón y Mallorca y con las del principado de Cataluña.

También es suyo el inicio del proceso de afrancesamiento, pese a que durante la Guerra se prometió que Francia y España mantendrían su independencia pese a la coincidencia de la familia real. A imitación de las instituciones galas, Felipe V creó la Real Academia Española de la Lengua, también la de Historia y la de Medicina. A imitación de Versalles ordenó construir el Palacio de La Granja de San Ildefonso, desde donde vigiló a su hijo Luis I durante su efímero reinado.

Tras la sorprendente abdicación de su padre Felipe V, Luis I accedió al trono en enero de 1724. Fue el primer rey borbón nacido en España y asumió el trono con apenas 16 años. No estaba preparado. Murió en agosto a consecuencia de una viruela, propiciando el regreso al trono de su progenitor.

Fernando VI, el borbón con la intención de frenar la política exterior española, que en ese momento se encontraba empantanada en guerras externas, ganó por ello el apodo de ‘El Prudente’. Pero dentro de España no lo fue tanto.

De hecho, fue el responsable de la Gran Redada contra los gitanos de 1749, que sistemáticamente persiguió a los miembros de esta etnia, separando a los hombres de sus mujeres e hijos y destinando a unos al trabajo forzado y a otros a la prisión. La Gran Redada también conocida como Prisión general de gitanos, constó de dos operaciones de aprisionamiento: una entre la noche del 30 de julio de 1749 y la madrugada del día siguiente y otra a partir de la tercera semana de agosto (Cataluña y algunas localidades a donde no llegó la orden inicial de prisión, especialmente Málaga, Cádiz y Almería).​ Fue una disposición autorizada por el rey Fernando VI y organizada en secreto por el marqués de la Ensenada.

El acontecimiento, hoy casi olvidado y escasamente estudiado por los historiadores, resulta relativamente insólito, aun teniendo en cuenta que las tensas relaciones de la Corona, y del poder en general, con la comunidad gitana ya habían generado anteriormente dos redadas importantes y otros episodios de discriminación o persecución.

La primera gran redada se produjo durante el reinado de Felipe II, cuando una vez instaurada en 1539 la pena de galeras para los gitanos, se decidió reponer los remeros perdidos tras la batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571), a través de una leva general, en la que se hizo especial incidencia en la captura de todos los gitanos varones que fueran aptos para empuñar un remo. Desarrollada la redada en el invierno de 1571/1572, se ordenó sirvieran como forzados sin sueldo los que no estaban avecindados, y como buenas boyas (remero libre asalariado) con un pequeño sueldo los que lo estaban. La cantidad total de gitanos debió alcanzar las trescientas personas, si bien sólo algo menos de cien fueron a parar a galeras ante las dudas de muchas autoridades municipales y de las numerosas súplicas de los mismos condenados.

Posteriormente, en 1637, los bancos de galeras requerirían de más remeros ante las nuevas necesidades bélicas que acuciaban a la nación, por lo que de nuevo se acordó llevar a cabo una redada a gran escala para capturar al mayor número posible de varones gitanos. Señalado el 19 de diciembre de 1639, al menos medio millar de ellos fueron presos, y enviados a galeras unos doscientos.

El hecho de que el nuncio Enrique Enríquez permitiera, mediante decreto, que fueran los obispos de cada diócesis los que decidieran en casos de asilo eclesiástico —y no él mismo, tal y como le había delegado el propio papa—, permitió un control más directo sobre la población por parte del Estado absoluto. Al mismo tiempo, la reciente Guerra de Sucesión había provocado que los campos se llenaran de delincuentes, que se sumaron a la llegada y permanencia de tropas mercenarias que veían mermada su movilidad por causa de la inseguridad ciudadana, que se atribuyó a los gitanos.

En 1717, una pragmática de Felipe V, había fijado la residencia forzosa de los gitanos en un total de 41 ciudades, con objeto de sedentarizarlos y asimilarlos. Fernando VI, en 1746 amplió la lista en 34 ciudades.​ Por esto, en el momento de la organización y ejecución del plan, la capital, Madrid, estaba llena de gitanos en espera de reasentamiento, pues los procesos burocráticos eran lentos, lo que provocó las quejas del propio monarca, que ordenó apurar los trámites para expedir cuanto antes a los gitanos ambulantes a su destino y asegurar así su localización posterior. Eso permitió conocer con exactitud el paradero de 881 familias gitanas, incrementando la eficacia de la operación.

Los planes fueron iniciados por el obispo de Oviedo, Vázquez Tablada y continuados y ejecutados por el marqués de la Ensenada cuando aquel cayó en desgracia, si bien ideas parecidas habían sido ya sugeridas en décadas anteriores, sin llegar a materializarse.

La organización se llevó a cabo en secreto, dentro del ámbito del Despacho de Guerra. Esta institución del Estado absolutista preparó instrucciones minuciosas para cada ciudad, que debían ser entregadas al corregidor por un oficial del ejército enviado al efecto. La orden era abrir esas instrucciones en un día determinado, estando presente el corregidor y el oficial, para lograr la simultaneidad de la operación. También se prepararon instrucciones específicas para cada oficial, que se haría cargo de las tropas que debían llevar a cabo el arresto. Ni el oficial, ni las tropas conocían hasta el último momento el objetivo de su misión. Ambas órdenes iban introducidas en un sobre, al que se añadió una copia del decreto del nuncio, antes mencionado, e instrucciones para los obispos de cada diócesis. Esos sobres se remitieron a los capitanes generales, previamente informados, que escogieron a las tropas en función de la ciudad a la que debían dirigirse.

Las instrucciones estipulaban que, tras abrir los sobres, se mantendría una breve reunión de coordinación del ejército y las fuerzas de orden público locales (alguaciles, etc.). Se sabe que en Carmona, por ejemplo, se estudió la operación sobre el plano de la ciudad, cortando las calles para evitar una posible huida. Tras los arrestos, se cruzaron los datos de los detenidos con los del censo de la ciudad y se interrogó a los detenidos sobre el paradero de los ausentes, que fueron arrestados mediante requisitoria a los pocos días.

Tras el arresto, los gitanos deberían ser separados en dos grupos: todos los hombres mayores de siete años en uno, y las mujeres y los menores de siete años en otro. A continuación, y según el plan, los primeros serían enviados a trabajos forzados en los arsenales de la Marina, y las segundas ingresadas en cárceles o fábricas. Los arsenales elegidos fueron los de Cartagena, Cádiz y Ferrol, y más tarde las minas de Almadén, Cádiz y Alicante entre otras, así como también algunas penitenciarías del norte de África.

Para las mujeres y los niños se escogieron las ciudades de Málaga, Valencia y Zaragoza. Las mujeres tejerían y los niños trabajarían en las fábricas, mientras los hombres se emplearían en los arsenales, necesitados de una intensa reforma para posibilitar la modernización de la Armada Española, toda vez que las galeras habían sido abolidas en 1748. La separación de las familias tenía el objetivo de impedir nuevos nacimientos, y por tanto tuvo rasgos de genocidio.

El traslado sería inmediato, y no se detendría hasta llegar al destino, quedando todo enfermo bajo vigilancia militar mientras se recuperaba, para así no retrasar al grupo. La operación se financiaría con los bienes de los detenidos, que serían inmediatamente confiscados y subastados para pagar la manutención durante el traslado, el alquiler de carretas y barcos para el viaje y cualquier otro gasto que se produjera. Las instrucciones, muy puntillosas en ese sentido, establecían que —de no bastar ese dinero— el propio rey correría con los gastos.

Diversas cifras se han barajado para computar el efecto de la medida adoptada en 1749. El análisis de los documentos existentes hasta el 4 de octubre de ese año arroja la cifra de 7760 gitanos capturados, a los que se deben añadir todas las personas que fallecieron, lograron huir y las que quedaron libres antes de ser computadas, como también todos aquellos que se capturaron en localidades que no fueron incluidas en primera instancia —algo más de mil gitanos—, por lo que estimamos una cifra aproximada a las 9000 personas, cantidad que coincide con la que Campomanes dio en su día, seguramente por haber manejado esta misma documentación. Si bien, hay algunos autores que elevan esta cantidad hasta 12000 personas implicadas, multitud que causó problemas de ubicación, que fueron solventados sobre la marcha.

En cada lugar los hechos se desarrollaron de manera particular. En Sevilla, uno de los lugares más densamente poblados de gitanos de toda España (130 familias), se creó un cierto estado de alarma cuando se ordenó cerrar las puertas de la ciudad y los habitantes se enteraron de que el ejército rodeaba la población. La recogida de los gitanos dio lugar a disturbios que se saldaron con al menos tres fugitivos muertos. En otros lugares, los propios gitanos se presentaron voluntariamente ante los corregidores, creyendo tal vez que acudían a resolver algún asunto relacionado con su reciente reasentamiento.

La meticulosa organización de los arrestos contrasta con la imprevisión y el caos en que se convirtió el traslado y el alojamiento, sobre todo en las etapas intermedias de los viajes. Se reunió a los gitanos en castillos y alcazabas, e incluso se vaciaron y cercaron barrios de algunas ciudades para alojar a los deportados (por ejemplo, en Málaga). Ya en su destino, las condiciones de hacinamiento resultaron ser especialmente terribles, pues por lo general incluían el uso de grilletes.

La envergadura del proyecto se mostró muy por encima de los medios disponibles en aquella época, ya que se carecía de los necesarios recursos económicos y humanos para completarlo. Además, muchas partidas se formaron improvisadamente, y no tuvieron bien definido cuál era el objetivo, aun cuando los padrones de gitanos se hallaban incompletos, hecho que hizo surgir numerosas dudas desde un primer momento, por no saber si había de procederse contra todos los gitanos en general, o bien había que hacer excepciones con aquellos que poseían estatutos de cristianos viejos o formaban matrimonios mixtos.

El Consejo de Castilla, desbordado por el aluvión de interrogantes que desde todos los rincones de la península fueron llegando, tuvo que dilucidar sobre todo esto y sobre lo que había de practicarse con aquellos que se hallaban en otros destinos penitenciarios, dilema que se resolvió al ordenar mantenerlos presos tras haber cumplido su condena. Además, las protestas de los gitanos que poseían un estatuto de castellanía o de una vecindad consolidada de muchos años atrás, consiguieron que se dispusiera la libertad de los “que antes de recogerlos hubieren tenido ejecutorias del Consejo u otros formales declaraciones para no ser considerados como tales”, medida que acabó haciéndose extensible al resto de las familias de los implicados, rompiendo el carácter universal de la redada y abriendo un nuevo proceso que se centró en un replanteamiento dirigido hacia presupuestos muy diferentes del proyecto original.

Según la documentación conservada, la actitud de los no gitanos fue variable. Desde la colaboración y la denuncia hasta la petición de misericordia al Rey por parte de ciudadanos «respetables» (en el caso de Sevilla), lo que es una muestra del variado grado de integración que tenía la población gitana de entonces. Fueron las mujeres gitanas las que mostraron una mayor rebeldía, especialmente en la Casa de Misericordia de Zaragoza, donde se produjeron grandes y repetidas evasiones, muchas veces con éxito. Además, para hacer más gravosa su estancia rompieron sus vestidos hasta quedarse desnudas, y con la ropa, taponar los pozos negros de la Casa. Mobiliario, cubiertos, porcelana, etc., no se libraron de su furia.

En las instrucciones enviadas no se mencionaba a los «gitanos»; la palabra estaba prohibida por pragmáticas anteriores, en virtud de los ideales unificadores de la Ilustración. La pragmática básicamente describía sus actividades. Eso permitiría a algunos corregidores ordenar que no se molestara a determinada familia por estar arraigados en el vecindario y tener oficio conocido. Asimismo, no se detuvo a las mujeres gitanas casadas con un no gitano (si bien hubo excepciones), apelándose al fuero del marido, lo que implicaba que los gitanos casados con no gitanas sí serían deportados junto con sus mujeres e hijos. Se dispuso la horca para los fugados, si bien parece que las autoridades locales se negaron a cumplir esa orden, en parte por las decisiones de revisión de casos que veremos a continuación, en parte por considerarla injustificada.

El 7 de septiembre de 1749, ya muy avanzada la operación, tiene lugar una reunión de la Junta de Gitanos, donde el marqués de la Ensenada declara: "Falta lo principal, que es darles destino con que se impidan tantos daños y extinga si es posible esta generación."
En la reunión se baraja la deportación final a América, su dispersión por los presidios o su empleo en las obras públicas. Sin embargo, ante las quejas desde diferentes estamentos y las constantes solicitudes de libertad, se terminó concediendo por real orden de 28 de octubre un indulto parcial, en el que se beneficiaron aquellos que pudieron demostrar una forma de vida conforme a las pragmáticas reales. En cuanto a los destinos, los varones mayores de 7 años se enviaron a los arsenales, y las mujeres y niños menores de esa edad a Casas de Misericordia. Al no producirse un indulto total, los recursos y los pleitos se mantuvieron hasta el final.

Como se ha dicho, no existía una noción clara y determinante de quién era gitano y quién no, de manera que muchos gitanos asentados desde hacía generaciones vieron revisados sus casos, en ocasiones por iniciativa propia, otras veces al ser defendidos por sus vecinos, y en la mayoría mediante procedimientos secretos, caso por caso, con el fin de comprobar su grado de integración.

Según Teresa San Román, en realidad lo que ocurrió fue que los consejeros del Rey descubrieron que los gitanos arrestados (los sedentarizados) eran los más valiosos para las economías locales, mientras que los más peligrosos, a sus ojos, continuaban sueltos. En octubre el gobierno presenta una nueva orden con más especificaciones, tratando de hacer entender que estaba deteniéndose a los gitanos equivocados. Eso explicaría que todavía en 1751 y 1755 hubiera partidas de detenidos enviados a las cárceles y al mismo tiempo se liberaban otros. En general, la confusión posterior fue total, pues se detiene a los gitanos en un sitio y se les suelta en otros (por petición de los vecinos y procedimientos secretos). Esta situación habría provocado, según la autora, la ruptura traumática de los vínculos entre "castellanos" y gitanos, especialmente desde la perspectiva de estos últimos, que vieron traicionados sus esfuerzos de integración.

El personal militar encargado de custodiar a los arrestados apremió tales procedimientos, pues en realidad los gitanos detenidos creaban quebraderos de cabeza a sus carceleros y apenas servían para los trabajos de los arsenales. Esto permitió la paulatina liberación de muchos presos, si bien en un ambiente de caos (donde la similitud de apellidos y nombres dio lugar a diversas confusiones). A eso se sumó el hecho de que los liberados debían recuperar sus bienes ahora subastados, lo que convirtió el proceso en un problema jurídico para muchas localidades. Por otro lado, la liberación de parte del contingente dividió a los gitanos en dos grupos: los «buenos» y los «malos». Se desconoce la proporción existente entre uno y otro tipo.

Aquellos que quedaban presos se resignaron o se resistieron, y hubo intentos de evasión. A los cuatro años de internamiento, muchos gitanos volvieron a reclamar libertad, amparándose en que esa era la pena para los vagabundos, normalmente sin obtener por ello la libertad. Se sabe13​ que en 1754, cinco años después de la redada, había 470 mujeres en Valencia y 281 hombres en Cartagena. Entre tanto, las liberaciones se acompañaban de nuevas detenciones.

Básicamente, el asunto se fue dilatando en Madrid, pese a las protestas de los militares que se quejaban del coste económico que suponía tener a su cargo a los prisioneros, o de los vecinos y corregidores. Desde la Corte se dieron instrucciones tajantes para que no se admitieran más recursos ni liberaciones. Pese a todo, algunos arsenales, por su cuenta, e irregularmente, pusieron en libertad a varios contingentes en 1762 y 1763. Estos sucesos, y el revuelo que causaría entre los mandos del ejército, provocaron el indulto final.

El reinado de Fernando VI termina oficialmente con su muerte en 1759, pero en la práctica lo hace un año antes cuando fallece su mujer Bárbara de Braganza, a quien permanecía muy unido. Desde ese momento, Fernando VI se recluye, corta todo contacto con el exterior y comienza a adoptar actitudes excéntricas que la psiquiatría ha valorado como trastornos a posteriori.

En 1763 se notificó a los gitanos, por orden del rey (en este caso, Carlos III), que iban a ser puestos en libertad. Pero la compleja administración absolutista debía primero resolver el problema de su reubicación. Además, los consejeros del rey decidieron que, junto al indulto, debería reformarse de nuevo toda la legislación sobre los gitanos. Esto supuso un atasco burocrático de dos años más, para desesperación de los gitanos presos, que no cesaron de reclamar la libertad, e inquietud de los militares, hasta tal punto que el rey ordenó acelerar los trámites y dio órdenes de finalizar el asunto. El 6 de julio de 1765, dieciséis años después de la redada, la secretaría de Marina emite orden de liberar a todos los presos, orden que hacia mediados de mes ya se habría cumplido en todo el reino. En el arsenal de Cartagena, un total de 75 gitanos fueron puestos en libertad, 12 de ellos con destino a Alcira. Sin embargo, éstos no fueron los últimos, pues el 16 de marzo de 1767 los dos gitanos que hasta entonces se hallaban como capataces en los trabajos del camino de Guadarrama fueron puestos en libertad.

Cuando en 1772 se sometió a deliberación una nueva legislación sobre gitanos, en el preámbulo se menciona la redada de 1749. Carlos III solicitará que sea retirada esa mención, pues «hace poco honor a la memoria de mi hermano» (refiriéndose a Fernando VI).

A diferencia de la gran mayoría de monarcas, Carlos III llegó a España con experiencia de gobierno tras reinar en las Dos Sicilias. Y fue, con diferencia, el menos excéntrico de los primeros borbones. Llevaba una vida rutinaria, casi monótona, mientras intentaba poner en marcha las grandes reformas bajo el paraguas del ‘despotismo ilustrado’. No todas funcionaron.

El motín de Esquilache, por ejemplo, acabó en revuelta popular y en el destierro del encargado de ordenar que los madrileños dejasen el sombrero de tres picos y la capa larga, para mayor seguridad pública. Pero la muchedumbre le odiaba por más cosas: por ser italiano, por la carestía del pan, por el alto precio de los productos básicos…

Carlos III, sin embargo, sí avanzó en bastantes sentidos. Dio un impulso definitivo a la ciudad de Madrid con ensanches, avenidas, plazas, monumentos como la Cibeles y emblemas como el Museo del Prado, el Jardín Botánico o la Puerta de Alcalá. La convirtió, en definitiva, en una capital digna para el Reino, hacia la que dirigió carreteras e infraestructuras desde el resto de la Nación. También puede reclamar la paternidad de sus actuales símbolos: tanto el himno como la bandera de España datan de su reinado.

Carlos IV llegó al trono con 40 años pero algo despreocupado de sus obligaciones como monarca. El peso político del reinado recayó mayoritariamente en su valido, Manuel Godoy, y se dividió muy claramente en dos partes. Que acabaron igual de mal. En la primera, España se unió a las fuerzas que trataban de contener la revolución francesa. Pero fracasó, y el ejército revolucionario terminó devolviendo los golpes y haciéndose con ciudades de la importancia de Bilbao, San Sebastián, Vitoria, Figueras o Miranda de Ebro. Godoy acabó firmando la paz y aliándose con Francia, pero tuvo que dejar el gobierno tras una traumática derrota en Puerto Rico.

La llegada de Napoleón al poder en Francia, no obstante, conlleva como primera exigencia que Godoy vuelva a tener responsabilidades en el gobierno español. Y Carlos IV obedece. Godoy, ya como aliado francófilo, es el principal responsable de que las tropas francesas se asienten en España en su presunto camino hacia Portugal, circunstancia que va generando un creciente hartazgo tanto en la población como en algunas élites comandadas por su hijo.

El motín de Aranjuez, que termina con Godoy apresado, provoca la abdicación de Carlos IV y el ascenso efímero de Fernando VII. Napoleón convoca a ambos en Bayona y consigue que finalmente Fernando renuncie al trono y lo mantenga en manos de su padre. Fernando lo hace, sin saber que el día anterior su padre ha traicionado a la dinastía borbónica española y prometido a Napoleón concederle los derechos de sucesión de la corona, que más tarde transferirá a su hermano José Bonaparte, nunca reconocido por las Cortes españolas que, durante la ocupación, aprobaron la Constitución de 1812 en el bastión de Cádiz.

El enfrentamiento previo a la Guerra de Independencia con su traidor padre convirtió a Fernando VII, preso en Francia durante la contienda, en el rey más deseado. Se anhelaba su vuelta con tanta fuerza como con la que se le repudió después. Es el rey peor recordado por la historiografía y fue incapaz de lidiar con la macabra situación económica en la que España había quedado tras la guerra. Protagonizó, entre 1814 y 1820, una deriva absolutista que le granjeó enemistades en todas partes. Su primera medida fue derogar la Pepa.

Al borbón le pararon los pies en 1820 con un pronunciamiento militar que abrió camino al trienio liberal, finiquitado en 1823 tras la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis. Fernando VII protagonizó entonces la bautizada como Década Ominosa, caracterizada principalmente por la gran represión sobre los exaltados protagonistas de los pronunciamientos anteriores.

Al mismo tiempo, los últimos años de vida de Fernando VII fueron una búsqueda frenética de descendencia, tras tres matrimonios fallidos en ese sentido. Finalmente, cuatro años antes de morir acabó por casarse con su sobrina María Cristina de las Dos Sicilias, hija de su hermana pequeña María Isabel, con quien tuvo dos hijas: Isabel y Luisa Fernanda, que ocuparon la línea de sucesión en perjuicio de su hermano Carlos María Isidro, sembrando el germen de las posteriores guerras carlistas.

Mientras Europa avanzaba social, económica e incluso democráticamente, España continuaba inmersa en guerras internas por la cuestión sucesoria. A las primeras no les hizo frente Isabel II, que heredó la corona a los tres años, sino su madre María Cristina, regente con canción popular propia. Tras la segunda regencia, en manos de Baldomero Espartero, las Cortes acabaron por nombrar mayor de edad a Isabel II con 13 años, con 193 votos a favor y 16 en contra.

España no se modernizó apenas nada. El desarrollo del ferrocarril fue lento y desigual, los dispersos focos de industrialización apenas estaban conectados entre sí y los gobiernos seguían cambiando a golpe de pronunciamiento militar. El principal perfeccionamiento de la época fue el del pucherazo: las elecciones las solía ganar quien las organizaba. Se hizo cotidiana la figura del cacique rural y se generó el caldo de cultivo para la revolución de 1868, que derrocó a la reina y dio paso al Sexenio Democrático, la primera apuesta fallida del país tanto por la monarquía parlamentaria de Amadeo de Saboya como por la República (1873-1874).

Pese a los experimentos del Sexenio Democrático, los actores clave de la vida política española nunca se olvidaron de los borbones. No lo hizo Cánovas del Castillo, que durante todo ese tiempo fue la principal voz defensora en Cortes de la opción de Alfonso XII, el primer príncipe de Asturias de la dinastía que recibió educación internacional fuera de España.

El monarca llegó a España en diciembre de 1874 con fama de preparado y tras el pronunciamiento en Valencia del general Martínez Campos. Y se le conoció, claro, como ‘el pacificador’. Fue un período sin sobresaltos, marcado por el tradicional turnismo gubernamental entre Cánovas y Sagasta, y que dejó como legado la Constitución de 1876, vigente durante 47 años y todavía la más longeva de la historia de España.

Alfonso XII murió en 1885 de manera inesperada, y con su mujer, María Cristina de Habsburgo, embarazada. Ante el miedo a otro conflicto sucesorio como el que protagonizaron carlistas e isabelinos, Sagasta paralizó el proceso de sucesión hasta comprobar qué salía del vientre de la reina. Fue un hecho insólito: Alfonso XIII nació siendo monarca de España, aunque fue su madre la que tuvo que lidiar durante el proceso de regencia con el desastre del 98, la pérdida de las últimas posesiones de ultramar y el trauma nacional.

La gestión del rey, ya mayor de edad, no fue mucho mejor. España se enfangó en el Rif y la campaña militar llevó al país a otro descalabro que hizo mella en la opinión pública, ya radicalizada durante los años previos a la instauración de la dictadura de Miguel Primo de Rivera.

El monarca consintió esta deriva autoritaria, lo cual supuso su sentencia: mientras los políticos de todo el espectro se sentían desamparados por el rey, crecía el republicanismo que supondría su punto final. Tras las elecciones municipales de 1931, entendidas en clave plebiscitaria en las grandes ciudades, el abuelo de Juan Carlos I se exilió en Roma.

Juan de Borbón y Battenberg (Real Sitio de San Ildefonso, 20 de junio de 1913-Pamplona, 1 de abril de 1993) fue jefe de la casa real española entre 1941 y 1977 y, como tal, pretendiente legítimo a la Corona de España. Referido habitualmente como Juan de Borbón o como el conde de Barcelona (por su título de señalamiento), de haber reinado lo habría hecho como «Juan III».2​ A pesar de no haber sido rey efectivo, su sepulcro se encuentra en el Panteón de Reyes del Monasterio de El Escorial e incluye la siguiente inscripción latina: Ioannes III, comes Barcinonae («Juan III, conde de Barcelona»).​

Tercer hijo varón de Alfonso XIII y de Victoria Eugenia de Battenberg, en 1933 asumió los derechos dinásticos como heredero de su padre —en el exilio desde 1931— tras las renuncias de sus hermanos mayores, el príncipe titular Alfonso, que incurrió en matrimonio morganático, y el infante Jaime, afectado de sordera. Así, al renunciar su padre a la jefatura de la casa real en 1941, poco antes de su muerte, Juan de Borbón se convirtió en legítimo heredero del trono de España.

Como órgano consultivo contó desde 1946 hasta su disolución en 1969 con un Consejo Privado, al que se añadió un secretariado político con funciones ejecutivas, también disuelto en 1969.

La designación en julio de 1969 por parte de Francisco Franco de Juan Carlos —varón primogénito de Juan de Borbón— como sucesor en la jefatura del Estado, alteró notablemente las relaciones hasta entonces mantenidas entre Juan de Borbón y el dictador, así como realineó las relaciones entre padre e hijo, que pasaron a mantener posiciones políticas no coincidentes y a veces contrarias.

En un discurso pronunciado en el Palacio de la Zarzuela el 14 de mayo de 1977,5​ hizo renuncia de sus derechos dinásticos en favor de su hijo Juan Carlos, que ya había sido proclamado rey por las Cortes franquistas el 22 de noviembre de 1975, manteniendo para sí mismo la denominación de conde de Barcelona, intitulación de soberanía reservada a los monarcas españoles.

Juan Carlos I nació en 1938 en Roma, donde se exilió su abuelo Alfonso XIII tras la instauración de la II República. Nacido en plena Guerra Civil, el principal cometido de su reinado fue cicatrizar la herida del conflicto, tras 40 años de dictadura franquista. Hasta su abdicación en 2014, sostuvo uno de los reinados más largos de la dinastía borbónica en España, que la prensa tilda de "ejemplar", queriendo que todos besemos como ellos el culo real.

Tan ejemplar ha sido que se refugió en un país donde no puedan extraditarle y su sucesor está preparándose para hacer lo mismo.